Bajo las condiciones de la globalización neoliberal, cada país se las ve y se las desea para mantener viva la dimensión de la equidad impositiva: que paguen más quienes más tienen. Ya desde sus inicios provocó una carrera a la baja que afectó sobre todo a los impuestos más sensibles a la movilidad de capitales; esto es, a los que gravan las rentas del capital, el patrimonio o los beneficios de las sociedades. Las rentas del trabajo (IRPF), el factor más “territorializado”, se ven menos afectadas. Aparte de servir como palanca organizadora de políticas económicas más amplias, lo cierto es que se impuso la actitud pragmática ―lo importante era recaudar más― sobre la de la equidad. O, si lo prefieren, la eficacia sobre la justicia. Dependía, por supuesto, del color ideológico de cada Gobierno o de qué tan dura fuera la coyuntura económica. Pero todos recordamos el subidón fiscal del ministro Montoro ―también a los ricos― para superar la crisis económica. O, en sentido contrario, las medidas existentes en el Portugal gobernado por la izquierda, que exime de impuestos a los extranjeros con “residencia fiscal no habitual” por los ingresos que obtienen en otros países. Y qué decir de Irlanda o Luxemburgo, que deben buena parte de su prosperidad a laxas políticas fiscales.
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