La cuenta atrás está a punto de terminar. Son instantes de eléctrica intensificación emocional. Adictivos para los espectadores del espectáculo de la política, cada vez más alejados de las preocupaciones de una ciudadanía harta, airada o frustrada. Da lo mismo. No puede vivirse eternamente en el lugar de memoria del 1 de Octubre, del que este sábado se cumplió un lustro. El recuerdo mítico del momento no oculta lo estructural: el desempoderamiento del autogobierno como consecuencia de la pugna por el menguante poder autonómico que mantienen Esquerra Republicana y lo que fue Convergència. Viene ocurriendo desde hace prácticamente dos décadas: la institucionalidad catalana ha sido instrumentalizada para desgastar al adversario. La cara de esta apuesta fue una de las claves del procés; la cruz sigue siendo la pérdida de autoridad de la Generalitat: de ser punta de lanza del Estado autonómico ha pasado a convertirse en una Administración que bloquea su potencialidad para impulsar el progreso de su sociedad.
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