En el año 2017, España sufrió un ataque a su orden constitucional. El Estado pudo parar el golpe y desactivar el asalto. Desde entonces, una de las actividades principales del secesionismo, además del habitual victimismo matón y de un uso partidista de las instituciones que excluye a quienes no piensan como ellos, ha sido despojar al Estado de los instrumentos que permitieron contener esa agresión: hacer que tenga menos recursos para defender los derechos de los ciudadanos. Es comprensible. Lo extraño es que quien está a cargo del Estado parezca dispuesto a ayudarlos en esa tarea.
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