Durante décadas, nadie le ha hecho caso al delito de sedición: ni los tribunales, ni el legislador, ni (apenas) la doctrina penal. La última actuación del Parlamento se produjo a toda prisa —y sin debate alguno sobre este punto— en 1995, con ocasión de la aprobación del nuevo Código Penal: entonces se introdujo esta figura entre los delitos contra el orden público, separándola del delito de rebelión.
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