Perdón por traerme a mí misma a colación, pero es que sin pretenderlo son muchas las ocasiones en que he experimentado ese ninguneo, desprecio o condescendencia que se dedica a las mujeres cuando están emparejadas con un hombre importante (por resumirlo así). Recuerdo que hace algunos años escribí sobre un libro, Muerte y vida de las grandes ciudades, de la activista sociopolítica Jane Jacobs, que revolucionó el concepto de urbanismo en los primeros años sesenta, denunciando esos proyectos urbanos que obviaban la idea de comunidad. Contaba en mi texto que en aquel entonces se hablaba de Jacobs como un ama de casa que traducía las ideas de su marido, arquitecto, y que sus tesis humanizadoras de la ciudad trataron de ser acalladas con no pocas dosis de burla hiriente por parte de esos intelectuales que no la consideraban una persona académicamente preparada. Cuando escribí mi artículo una lectora me envió el enlace de un blog donde departían unos señores con gran dotación de todo tipo, intelectual y testosterónica. Disertaban ellos sobre Jacobs y afirmaban que yo jamás hubiera llegado a la ensayista canadiense de no haber sido por mi marido, quien era al parecer el que llevaba los temas de peso de nuestro hogar. Todo me resultó cómico y paradójico: una reunión virtual de tipos que admiran a Jacobs, en su momento menospreciada y acusada de escribir al dictado de su marido, y que a la vez se mofan de mí desenmascarándome por escribir de temas serios al dictado de mi marido. Si la historia no es cíclica, al menos si parece serlo el desprecio.
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