Gastar dinero público para realizar actos contra el Estado o para perpetuarse en el poder es corrupción. Se trata de una corrupción más lesiva que la que busca el lucro personal, porque pervierte las reglas democráticas. El golpe posmoderno de 2017 fue ante todo un ataque a la democracia, revestido coquetamente del léxico y el imaginario de la reivindicación democrática. Las tramas clientelares y la financiación ilegal de los partidos políticos contaminan la libertad de elección y degradan todo el proceso. Fingir que esas formas de juego sucio no son corrupción es una forma de corrupción moral e intelectual. Es probable que la corriente justificativa de la modificación del delito de malversación circule por los albañales acostumbrados: primero se afirma que la reforma es impensable, luego se abre la puerta a la posibilidad de hacerla, después se dice que la regulación actual es anacrónica, excesiva o injusta, que el cambio es necesario —es más: ¡urgente!— para homologarnos con Europa, que si molesta a la derecha algo bueno tendrá y que además así hay paz social en Cataluña, donde al parecer esta se consigue contentando siempre a los secesionistas, que encuentran nuevos motivos para sentirse agraviados porque esa es su forma de vida, e ignorando a todos los demás.
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