No parece que la respuesta adecuada del Parlamento a la degradación del lenguaje de los congresistas españoles vaya en la línea adecuada. Suprimir del Diario de Sesiones adjetivos como “filoetarra” o “fascista” carece de sentido, pues palabras así han perdido su valor de tanto uso como se les da. Se han empobrecido de tal manera que ya no significan nada. Son un poco como el adverbio “evidentemente”, que siempre se antepone antes de decir una necedad, o la coletilla “la verdad es que”, que suele preceder a pronunciar una mentira. Algunos piensan que el Parlamento funciona como una vía de escape de la presión de la sociedad, y que la crispación que allí se teatraliza relaja a los ciudadanos porque los invita a pensar que ya hay otros peleando por ellos. Todo lo contrario. Como ha sucedido con las redes sociales, la violencia del lenguaje antecede a la violencia física y causa la renuncia al debate. Del mismo modo que la xenofobia y el machismo comienzan como un modo de expresión y acaban como un modo de comportamiento. Si nuestros parlamentarios andan a la busca de provocaciones contra el rival, es precisamente por su carencia de otros recursos. Pero si la respuesta es histérica, lo que evidencia es que tanto unos como otros andan escasos de argumentos.
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