El Gobierno ha optado por evitar un choque directo con el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, que ha hecho una interpretación de la reforma del delito de sedición muy diferente a la que esperaba el Ejecutivo cuando llevó a cabo ese cambio. El Gobierno pretendía que el delito de sedición, que decidió derogar, se sustituyera por uno más suave —de 15 años de condena máxima a 5— de desórdenes públicos agravados, que se diseñó, según el Ejecutivo, para que encuadrara perfectamente los comportamientos del procés, hasta el punto de que se utilizaron en él expresiones exactas de la sentencia del Supremo que condenó a sus líderes. Pero el juez del Supremo ha interpretado que esos comportamientos, que sí entraron en la sedición, no encajan en el delito de desórdenes públicos agravados, dando así la razón a ERC, que decía que quedaban fuera. Pese a la evidente discrepancia de interpretaciones, el Gobierno ha optado por no entrar al debate y quedarse en el tradicional “respeto absoluto a las decisiones de los tribunales españoles y, en su momento, europeos” pero sobre todo ha decidido ver el vaso medio lleno.
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