Teresa Michel cierra los ojos. Todavía tiene la luz de la mesilla encendida cuando, recostada en el colchón, aprieta fuerte sus manos gruesas, encomendándose a Dios para que la suerte, a sus 59 años, cambie por fin. A la una de la madrugada, en el piso que comparte con unas amigas en el barrio madrileño de Usera, el día que está por venir no le deja conciliar el sueño. Sigue sin trabajo, el último fue hace tres meses, y su futuro depende ya de la suerte. Y su suerte, a estas alturas, depende de unas monjas.
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