Casi 3.000 personas fueron fusiladas en Madrid entre 1939 y 1944 tras ser condenadas a la pena capital en consejos de guerra, según la investigación llevada a cabo por la investigadora Mirta Núñez. Tenían distintas edades y oficios; habían nacido en diferentes sitios, pero, antes de ponerse ante el pelotón de fusilamiento, todos compartían la misma preocupación: qué sería de los que iban a sobrevivirles. En sus emocionantes cartas de despedida piden a padres e hijos, esposas y maridos que sepan que no hicieron nada de lo que no pudieran estar orgullosos; que no se dejen consumir por el odio y el rencor. Incluso que sean indulgentes con sus verdugos: “No me duele morir siendo inocente. Lo doloroso sería morir culpable. Hijitos míos, perdonad como yo les perdono hasta a quienes os quitan mi amparo y mi cariño”, escribe Amós Acero, diputado socialista fusilado en 1941, a los 48 años. “Nunca dudes”, se despide Fernando Izquierdo, de 27, “de que tu padre ha estado a la altura de las circunstancias. Pero tampoco por que me fusilen quieras ponerme en un plano superior. No he hecho ni más ni menos que lo que debía, estar al lado del pueblo para luchar con él por sus libertades”. Todos los sobres —también el último— en los que este carpintero introdujo las cartas a su mujer y su pequeño contienen dibujos alegres. Los presos estaban en manos de otros, pero ocultar a los suyos la dureza de las noches en prisión oyendo las descargas de los pelotones de fusilamiento y esperando a que dijeran sus nombres fue la última muestra de generosidad y rebeldía de los vencidos.
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