Han pasado nueve meses desde que el fuego arrasó la Sierra de la Culebra: dos incendios sucesivos, uno descontrolado y otro devastador, más de 70.000 hectáreas quemadas y cuatro muertos. La vida ha seguido a trompicones entre cenizas y cadáveres en estas tierras zamoranas protegidas (como LIC, Lugar de Importancia Comunitaria), donde Félix Rodríguez de la Fuente estudió al lobo. Una tierra trabajada por sus gentes recias, pocas (son 60.000 habitantes en toda la provincia de Zamora y bajando), pero tan arraigadas como los castaños, los robles y los pinos que ardieron. Gentes directas en el trato y habituadas a que nunca nadie se acuerde de ellos: “Estamos acostumbrados a que no nos hagan caso”, se oye de pueblo en pueblo. Desde que el verano pasado los fuegos serpentearon caprichosamente por sus montes, al albur de los vientos y los rayos de las tormentas secas, todos viven inmersos en un mundo de carboncillo. Ganaderos, apicultores, pastores, bomberos e ingenieros forestales, alcaldes, panaderos, hoteleros o arquitectos, todos son supervivientes tiznados por el traumático recuerdo del espanto de las llamas. Hasta las vacas blancas y las ovejas se han vuelto grises en este lugar, de rozarse en sus paseos con los arbustos y los troncos quemados.
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