Ya era veinteañera cuando vi El desencanto, la conocidísima película de Jaime Chávarri sobre los hijos y la viuda del poeta Leopoldo Panero. Me hipnotizó. Los jardines grises, la piedra caliza de una casa mentalmente en ruinas y la madre hierática eran fascinantes, pero lo que me atrapó del todo fue ese trío de muchachos fumando y haciendo la autopsia de su propia familia. Hay una secuencia en especial que veía una y otra vez: consistía únicamente en los tres hijos bajando las escaleras de la casa. Siempre pensé que esa escena mostraba cómo los hombres jóvenes de los setenta no se mueven ni caminan igual que los jóvenes de hoy. Esos andares de chicos delgados que intentan aparentar madurez mientras fuman un cigarrillo tras otro funcionaban como un imán de algo indefinible, especial y atrayente, algo seductor y poderoso.
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