En la última temporada de Jack Ryan, entretenida serie de vacaciones, época en la que mejor convivimos con los clichés, un padre divorciado (James Greer) acude a ver por primera vez un partido de su hijo. El chico, que está en el banquillo esperando su oportunidad, se ilusiona de repente; su cara cambia, sonríe: toda la escena da vergüenza ajena. Entonces al hombre (el gran Wendell Pierce, por cierto) le llaman por teléfono. Es el presidente de Estados Unidos pidiendo, de buen rollo, que Greer vaya a su despacho. Greer echa una última mirada al chico, que espera salir a jugar en algún momento, se sube al coche y se va. Su hijo lo mira con pena infinita. El hombre ni se acerca a decirle “disculpa”. De hecho, cuando habla con él por teléfono le dice “es que ni te imaginas quién me llamó”. El chaval recupera por un momento cierta ilusión (“a lo mejor a papá le llamó Margot Robbie, yo también me hubiera ido”), y el padre le dice, tras pensárselo: “Bueno, nadie”. Ya le había hundido yéndose del partido, pero a los guionistas les pareció poco: el ensañamiento continuaba y no tenía pinta de parar hasta que el chico fuese caminando cabizbajo al garaje con una cuerda y una silla. “Junior”, le faltó decir al buen Greer, “te ofrecimos en adopción hace años y no te quiso nadie, así que hagamos un esfuerzo por hacer de esta convivencia algo llevadero. Y oye, no sabía que eras suplente”.
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