Los clavos y el martillo

El inesperado resultado de las elecciones celebradas el pasado 23 de julio y la circunstancia de que el partido más votado enfrente dificultades tal vez insuperables para formar Gobierno han contribuido a extender en algunos sectores de opinión la sensación de que España se ha vuelto un país ingobernable, en el que la única salida posible e, incluso, conveniente, es un acuerdo —y, al parecer, cualquier acuerdo, sin importar su contenido ni sus efectos— entre las dos fuerzas mayoritarias. Más allá de que esta alternativa encubra la legítima ambición de un partido bajo el manto del interés general, lo cierto es que la configuración del Parlamento salido de la última convocatoria a las urnas no es reflejo de ninguna situación irresoluble, sino de un orden constitucional en el que tienen que adoptarse decisiones críticas. Pero decisiones críticas no en lo referente a ese mismo orden —que, por lo demás, ha demostrado una extraordinaria solidez en las diferentes pruebas a las que ha sido sometido durante los últimos años—, sino a las formas de hacer política y a los programas que han venido adoptando algunas fuerzas dentro de él.

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