Uno de los efectos menos discutidos de la polarización en España es su coste para la libertad de pensamiento y expresión. Así formulado, suena un poco extraño, porque en principio todo el mundo parece querer decir lo que dice. Si se mira con un poco de detenimiento, sin embargo, se percibe enseguida que impera un cierto vértigo a la hora de salirse del carril establecido por el discurso dominante dentro del propio bloque. En otras palabras, cuesta una enormidad ejercer de disidente interno porque la sanción inmediata es la acusación de haberse pasado al enemigo. Es tal la fuerza gravitatoria que atrae hacia el núcleo del bloque, que colocarse extramuros del mismo, aunque sea en un solo asunto, nos deja completamente desguarecidos, casi huérfanos. O incomprendidos. Encima, desde el otro lado se instrumentalizará nuestra disidencia para reafirmar su propia posición. Y como busquemos un lugar propio fuera de los argumentarios de unos y otros, estaremos condenados a ser silenciados. Como bien sabemos, el eco en las redes es directamente proporcional a la intensidad de la defensa del amigo y la leña que se dé al enemigo. Quien se ande con melindres o matices está condenado a ser obliterado en tan curioso espacio. Lo que importa es el pronunciamiento categórico, cuanto más tajante mejor.
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