El temple argumental de Alfonso Guerra no es nuevo sino propiamente histórico, e incluso más, legendariamente histórico: de sus virtudes hay ejemplos en los medios de comunicación que se remontan lo menos a medio siglo atrás. Su protagonismo discreto y reacio a escándalo alguno le ha vetado plantear las cosas en cruda clave de caricatura porque su mirada política ha estado atravesada desde antiguo —lo menos desde que anunció cómo iba a ser el futuro en una pizarra de Suresnes— por la perseverancia, la humildad, el rigor intelectual, la exactitud de sus fuentes y un desprendimiento ejemplar, como si la generosidad y la prudencia, la cautela y la visión de Estado se aliaran con las virtudes del hombre dialogante con las fuerzas de la oposición y también en el interior del partido cuando debía transaccionar con voces altisonantes y hasta con voces díscolas que reclamaban incomprensiblemente aire, oxígeno, libertad y corrientes (de opinión). ¿A quién puede incomodar que un hombre de letras y estudio como Guerra haya sentido la urgencia de intervenir en el debate público sin armar la de sandiós? ¿Nadie más que él, en su humilde refugio de viejo sabio de la tribu ilustrada, ve la brecha abierta en el mascarón de proa de un país al borde de la demolición? ¿Solo Guerra, y todavía Guerra, como en los últimos 50 años, está dotado con el sensor infalible de la quiebra de la patria? ¿Nadie piensa escuchar ese clamor sin reaccionar? ¿Qué hace Sánchez en La Moncloa, además de viajar a Nueva York y otear Waterloo desde los ventanales acristalados?
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