Mi padre traía a veces cosas de los pisos que reformaba y un día se presentó con una vieja Singer. Me pasé días aprendiendo a usarla, peleándome con la correa que se salía de la rueda y el pesado pedal que mi pie infantil no conseguía dominar. Y luego había que enhebrar la aguja. Yo no tenía ni idea y mi madre tampoco, así que fui a casa de una vecina para que me diera cuatro indicaciones básicas. Pasé los días que siguieron pegada a mi máquina de coser. Llegaba del colegio al mediodía y corría a humedecer el extremo del hilo, hacer canilla, me inclinaba hasta casi rozar la aguja con la nariz. No había forma de enderezar los pespuntes, los derroteros en la tela eran la vergonzosa prueba de mi incompetencia como costurera. La obsesión por las puntadas rectas llenó los días que siguieron a la fatídica tarde con una tarea que tenía sentido y utilidad, por lo menos tenía mucho más sentido que lo que contaban en el telediario sobre lo que había pasado a 500 metros exactos desde casa. Esto es, que cuando yo aprendía a coser mataron a Ana Cristina.
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