La vida secreta del asesino de Arturo Ruiz

—¿Me oye bien, José Ignacio?

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El aciago domingo de la familia Ruiz

El domingo 23 de enero de 1977 fue una aciaga jornada para la familia Ruiz. Cuando el patriarca, Eduardo, comía en Gargantilla de Lozoya (Madrid), donde trabajaba como secretario municipal, se topó de sopetón con la noticia más amarga de su vida. El telediario abría con el asesinato de uno de sus ocho hijos, Arturo.  

La muerte encontró a Arturo Ruiz con 19 años. El joven —soltero, pelo afro, inquieto estudiante de bachillerato nocturno y amante del montañismo y la escalada— coqueteaba con la izquierdista Joven Guardia Roja, las juventudes del Partido del Trabajo de España (PTE). Y, aunque no estaba afiliado, esa mañana había ido a manifestarse por la amnistía de los presos políticos al corazón de Madrid. 

Al grito de “¡viva Cristo Rey!”, una jauría fascista desembarcó en el tumulto. Ruiz, según los testimonios del sumario, se encaró a un ultra corpulento de 1,80 de estatura que amenazaba a una chica con una manopla metálica con puntas y una cadena. “Saca tu pistola y mátame a mí”, retó envalentonado al agresor con dos piedras en las manos. Ignacio Fernández Guaza retrocedió unos pasos y arrebató a su cómplice, Jorge Cesarsky, una pequeña arma semiautomática, que algunos manifestantes llegaron a pensar que era de juguete.

El tirador huyó corriendo, saltó unas jardineras y esfumó su rastro a la altura de la plaza de Callao. Nunca más se supo de él.  
La pareja de entonces de Fernández Guaza declaró que el pistolero se marchó de casa al día siguiente del asesinato con un bolso, un chubasquero “y quizá algún arma”.

Conocido en los cenáculos ultras de la Transición como el Posturas o el Frutero, el pistolero que segó la vida de Ruiz se ganaba la vida coordinando clubs nocturnos como el Mogambo en el Madrid de los años de plomo.

Cesarsky, el único condenado por el caso —seis años de prisión por terrorismo y tenencia ilícita de armas de los que solo cumplió uno— había llegado a España en 1962 con la excusa de impartir clases de rugby. No hay constancia de su actividad docente. “Mantiene contactos con personas vinculadas al peronismo”, recoge el sumario sobre este antiguo miembro de la terrorífica Triple A que presumía de nexos con la Policía franquista, a la que vendía pólizas sanitarias. Su agenda revela que tenía hilo directo con embajadores en Madrid del Paraguay del dictador Alfredo Stroessner y dirigentes de Fuerza Nueva.

Manuel Ruiz, hermano del asesinado, se siente abandonado. “Ningún partido político, ni de derecha, izquierda o centro se interesó por nosotros. Hemos tenido que salir adelante. Seguimos insistiendo para que se haga justicia con mi hermano, que está considerado víctima del terrorismo”, relata el familiar.

El asesinato de Ruiz inauguró la semana negra de la Transición. Siete días de plomo que, como si de un polvorín se tratara, a punto estuvieron de hacer saltar por los aires la llegada de la democracia. Tras la muerte del joven estudiante, cinco abogados laboralistas vinculados al PCE y CC OO eran acribillados a bocajarro en un bufete de la madrileña calle Atocha a manos de un comando fascista. Los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO), que mantenían retenido al presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, secuestraron al teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Y en una manifestación de protesta por el asesinato de Ruiz, la estudiante de Políticas y Sociología Mari Luz Nájera, de 20 años, moría por el impacto de un bote de humo de la Policía. 
 

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