La ventaja que tienen los dictadores puros y duros sobre los gobernantes autoritarios y trapaceros pero que quieren dárselas de demócratas es que los primeros se molestan poco o nada en justificar sus atropellos. Como nadie es capaz —de momento: toda dictadura por larga que sea es momentánea— de cortocircuitar su poder políticamente, el dictador puede renunciar a la careta de benefactor: si eventualmente la adopta es por cosmética, no por necesidad. Cuando Voltaire fue a Leipzig a encontrarse con el gran Federico, vio en las calles de la ciudad numerosos pasquines criticando al rey y hasta insultándole. Con discreción transmitió a Federico su asombro por este relajo y el tirano se rio: “Mire, mi pueblo y yo tenemos un acuerdo. Ellos dicen lo que quieren y yo hago lo que me da la gana”. Como Sánchez es un autócrata que no quiere parecerlo, a diferencia de otros iliberales que conocemos, no pierde ocasión de justificar su catarata de reniegos y traiciones apelando al supremo bien del país. Para ello cuenta, claro, con sus paniaguados institucionales y con sus medios adictos que causan sonrojo por lo que afirman sin sonrojarse. Al ciudadano a quien las acciones hacen cornudo, encima se le apalea con razones para humillarle mejor.
Sé el primero en comentar en «Justificaciones»