A Pedro Sánchez lo han comparado a Napoleón, a Julien Sorel, a lady Macbeth y —casi casi— a la peste bubónica: déjenme ser el primero en compararlo a un oscuro primer ministro británico llamado Harold Macmillan. En principio, son especies distintas del animal político. Uno era un viejo tory; el otro es un socialista moderno. Uno enfermaba antes de comparecer en el Parlamento; el otro, antes que ponerse malo, ha llegado incluso a poner a Óscar Puente. Algunos cambios los da la época: a Sánchez le gusta la música indie y a Macmillan le gustaba la literatura lluviosa del siglo XIX. Ambos, sin embargo, coinciden en el perfil: políticos enérgicos, con propósito reformista, afán nivelador y una preocupación insistente por ser contemporáneos. Los dos entienden bien el frío del poder: Sánchez ha llegado a inmolar a sus más cercanos y Macmillan cesó a siete ministros una noche. A Macmillan le llamaban “el impávido”; Sánchez ha querido hacer leyenda como resistente. Sí, algunos cambios los da la época: Macmillan fue héroe de guerra y Sánchez solo superviviente del Comité Federal.
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