En Estella (y sin duda en otros sitios), por fiestas, los mozos hallaban diversión aporreando un bombo durante toda la noche; no dos ni tres, que ya serían demasiados, sino en tal número que convertían las horas tradicionalmente reservadas al reposo en una runfla de estruendos. Con suerte, el percusionista de turno era fumador y, mientras encendía un cigarrillo o le daba una calada, interrumpía unos instantes su frenética actividad. ¡Qué dicha la de los vecinos domiciliados en las afueras de la villa! Pero a lo que iba. Eran las dos de la madrugada y yo un niño muerto de sueño. No podíamos pegar ojo, teníamos que madrugar, yo expresé mis quejas y mi padre, con buen criterio, sugirió que apecháramos con la situación y nos hiciéramos los sordos, pues le constaba que, tiempo atrás, un visitante de fuera salió al balcón en pijama a protestar airadamente, amenazando con verter sobre los juerguistas un balde de agua, y a los cinco minutos tuvo asamblea de bombos y chiflas hasta el amanecer.
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