Amir se encontraba tirado en el suelo de un puesto fronterizo, asfixiado por gases lacrimógenos que lanzaba sin parar la policía marroquí. Tras dos años de viaje desde Sudán, lo único que pensaba era que, ya que iba a morir ahí aplastado, que fuera cuanto antes. Amir, de 23 años, cuenta que no podía respirar ni tenía fuerzas para seguir, pero que al ver cómo decenas de compatriotas alcanzaban la alambrada y lograban saltar al lado español, se levantó. Anestesiado por una mezcla de adrenalina, miedo y euforia, trepó. Logró entrar en Melilla y se puso a correr. Un guardia civil casi le tumbó de un porrazo en la espalda. Pero, por una vez, tuvo suerte: “Se distrajo pegando a otro y escapé”. Huyó a toda velocidad con las lágrimas recorriéndole la cara. “Me emocioné mucho, no tanto por haber entrado en España, sino por estar vivo”. Después pensó en su madre, Khadija.
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