Benita Navacerrada no recuerda de qué color eran los ojos de su padre, Facundo, porque tenía solo siete años cuando lo mataron, en mayo de 1939. La foto que ha mirado miles de veces y que ahora determina, con otros retratos de fusilados, el perímetro de una exhumación en el cementerio de Colmenar Viejo (Madrid), es en blanco y negro y ya no queda nadie a quien preguntarle. Su madre, Margarita, y sus hermanos han muerto. “No tengo muchos recuerdos de él vivo, pero sí de haberle perdido”, explica al pie de la fosa. Benita duda —“creo que eran pardos”—, pero lo que no ha olvidado es la sensación de injusticia, el hambre, los insultos… Y por eso, 83 años después del fusilamiento, cuando ya no queda nadie vivo que recuerde de qué color eran los ojos de Facundo Navacerrada, ella aún llora por él y afronta orgullosa la misión de darle un enterramiento digno. “Me gustaría que fuera conmigo, cuando yo me vaya. Y si no es posible, al menos sabré que lo he intentado”.
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