Resulta que el Gobierno decide camuflar el impulso de una ley socialmente muy sensible con el expedito disfraz de una proposición de ley. Resulta que el Parlamento la aprueba por los pelos, sabiendo que su constitucionalidad, de afirmarse, será por esos mismos pelos. Resulta que, como era previsible, la decisión del árbitro de tal constitucionalidad es criticada por una mitad de la población, capitaneada con acritud y poco acatamiento por el jefe de la oposición. Y resulta, en la última de la serie de catastróficas desdichas, que ese árbitro había decidido sin pensárselo mucho y con indisimulado estrépito interno.
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