El descenso de la valoración de los jueces en nuestro país tuvo su hito hace meses. Tras la convocatoria de una huelga contra una reforma en trámite gubernamental, cuentan que tan solo un juez de todos los que se sumaron al paro notificó el hecho para que se le retrayera el salario proporcional de ese día. Incluso en el gremio más humilde y peor pagado, los trabajadores aceptan que el día de huelga se les descuente del salario. Es, en cierto modo, un gesto que honra el derecho a la huelga laboral. Pero la deriva que ha llevado a que el poder judicial deje de estar en alta consideración social como lo están los médicos o los profesores se remonta al bloqueo por la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Esta anomalía se prolongó durante cinco años, y el desgaste acabó por despertar la curiosidad de los profanos. ¿Qué podía estar pasando para que se obstruyera así una obligación constitucional? Pues sencillamente que el enfrentamiento de intereses entre los bloques políticos que patrocinan el ascenso de los jueces había contaminado a los profesionales de manera irreparable. A partir de ese momento, ninguna decisión judicial en los órganos superiores está libre de sospecha. El bloqueo se convirtió en una vergüenza perpetuada en el tiempo y muchas sentencias de calado político resultan previsibles con tan sólo ver la composición del tribunal superior, dividido de manera tosca entre los llamados conservadores y progresistas y con ventaja obvia de los primeros.
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