Todos los nacionalismos, con y sin Estado, coinciden, entre muchas otras cosas, en su culto al monolingüismo. Su convicción romántica de que el espíritu nacional se expresa en una sola lengua les hace abominar del hecho de que en la mayoría de las sociedades coexistan varias. Para los unos y los otros, el bilingüe es un ser bífido, que espera escondido en la hierba a morder el tobillo de la nación, y la lengua ajena ―o ajenizada―, el caballo de Troya de los colonizadores o los separatistas. Como Virgilio, desconfían de “los otros”, aun cuando traigan regalos… De hecho, partiendo del fenómeno de la sincinesia, que consiste en realizar un gesto involuntario, como morderse la lengua, a modo de sobrecompensación de un esfuerzo intenso, podríamos llamar “sincinesia lingüística” al hecho de que nuestra hipocondría identitaria nos lleve a mordernos nuestra lengua bífida, hasta arrancarnos una de sus puntas.
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