Tener agallas

Cuando estás fuera, el ruido de la política española suena amortiguado. Sigue habiendo algo de bocinazos, de coros de plañideras, de aplausos de los entusiastas, pero todo ese revuelo baja de intensidad al reducirse el volumen. Y lo que produce es una especie de melancolía o de abotargamiento que conduce a la estupidez. No hay manera de explicarse cómo suceden las cosas, ni de entender qué pretenden los partidos políticos. O, mejor dicho, parece como si el guion estuviera ya escrito. Es lo que ha ocurrido con la investidura de Alberto Núñez Feijóo, que los periodistas te la habían contado antes de que tuviera lugar. Lo que cambió un poco fue la puesta en escena, pero los detalles de última hora no alteraron el fondo de la crónica anunciada. Nada nuevo bajo el sol; los hechos parecen perfectamente previsibles. Solo que vienen envueltos de mayor inquina y alimentados con viejos resentimientos. Puesto que se sabía el resultado, los diputados pudieron haber mostrado sus posiciones y desplegado sus argumentos, pero el Partido Socialista eligió la bronca.

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